Los reflejos de la gente al pasar indiferente, sus miradas, no sé. Había demasiadas cosas en las que centrar mi atención, y aún así, todo se removía tristemente en mi cabeza. No eran los besos, que ya no estaban; ni sus manos. La manera en la que me miraba, fijamente, como si entre yo y la realidad, se quedase conmigo. O el paso delirante, con el que recorríamos las calles, el mismo que marcaba más o menos los latidos de algo que notaba crecer en alguna parte de mi cuerpo.
Pero recordaba una y otra vez, sin cansarme, la posición exacta de sus manos agarrando una cerveza, los rasgos en su boca al dibujar una sonrisa, sus ojos, tristes, supongo.
Notaba en mí las miradas de la gente, dentro del autobús, como si trataran de buscar algo a través de mi cuerpo. Dibujaba algo en el cristal, con el vaho que dejaba mi respiración cálida, a pesar del frío intenso que sentía (y siento aún hoy) por dentro; en parte, al recordar esa huída final. Las palabras que siempre había querido evitar, las que marcan el final de algo interminable, las más clásicas. Y a pesar de todo es increíble lo fuerte que me agarraba a ellas, como si escondieran una realidad distinta a la real, aunque suene paradójico. No sabía como reaccionar ante aquellos labios, diciendo mil cosas que no quería escuchar, recuerdo que había optado, en su momento, por taparme los oídos. Salir corriendo de allí hacia alguna otra parte.
Ni siquiera se había quitado las gafas de sol. Permanecía sentada, mirándome, tratando de romper un silencio sepulcral, que ambas sabíamos que acabaría apareciendo. Y yo sólo quería mirarla a los ojos y pedirle que se inventara que era una mentira, que fuera infantil una vez más, como cuando echábamos carreras por todo su edificio, o cuando nos peleábamos entre abrazos en el Campus. Pero resultó ser todo tan cierto, que aún me duele. Y aquella noche el dolor era cada vez más intenso.
Traté, mientras hablaba, de buscar en su boca una expresión que no mostrase indiferencia, algo que indicara que no quería acabar con todo aquello. No encontré nada. Ni tampoco lo encontré alguna de las cien noches que repasé sus palabras en mi memoria, antes de dormir. O de intentarlo.
Más allá de todo lo que aquellas aceras pudiesen recordarme, aquellas que se perdían en mis ojos a medida que el autobús avanzaba, estaría ella. Sólo quería que el auto tomara otra calle, y verla. Tan sólo verla pasar, tomarme un segundo para bajar, y tratar de comprender esa noche la tristeza de sus ojos, ese "algo" que me ofrecía su mirada. Pedirle perdón, por esos errores evidentes que marcaban nuestro pasado. Por haberla conocido, no sé, por perderme entres esas sábanas y olvidar que siempre me olvidaba algo. Por dejarla sola, y por estar con ella cuando no me necesitaba. Por esperarla empapada justo delante de su casa, cuando era evidente que ya no había nada que reparar.
Se acercaba mi parada. De nuevo las aceras mojadas y el cielo anaranjado de una noche de verano, y su recuerdo muy cerca de las estrellas, en alguna parte, donde yo ya no pudiera alcanzarlo.

"Ahora dá lo mismo, reírse de todo, que llorar por nada."
Rompeolas-Quique González
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