domingo, 1 de julio de 2012

Sácame de aquí.

Con los ojos deshechos en lágrimas se miró a si misma unos segundos. Permanecía de pie frente al espejo con la cara retorcida en un gesto de dolor. Se sentó en el borde de la cama y dejó caer su rostro entre sus manos. Su cuerpo entero estaba temblando y un grito luchaba desesperado por salir y liberar la presión infinita de su pecho. Encendió con las manos temblorosas un cigarrillo y se tumbó en la cama, miró a su alrededor, las paredes de su habitación la rodeaban y encerraban hasta la asfixia. 
Se vio tumbada una vez más a su lado, vio sus ojos desgastados e hinchados por la espera. Recordó con cuidado aquellas noches en las que todo parecía más fácil a su lado... Se incorporó bruscamente y apagó el cigarrillo con desgana. Frente a ella, en la pared repleta de fotos, pósters, dibujos y recuerdos absurdos, se alzaba implacable el rostro que no quería olvidar. 
Salió a la calle y recorrió una vez más el viejo camino que tantas veces antes había realizado. Lo recorrió como si realmente ella la estuviera esperando sentada en el mismo sucio escalón en el que siempre la había encontrado. Las calles estaban frías y vacías. Entonces llegó. Se sentó a esperarla extrañada de que aún no hubiera llegado, dejándose llevar por las diversas melodías que salían de sus cascos. Cuando por fin se levantó, se movió desesperada de un lugar a otro, perdiendo su mirada entre las luces anaranjadas de las farolas al entrar la noche. Encendió una vez más un cigarro con la intención inocente de calmarse y avanzó.
Desde allí arriba, sentada de madrugada en aquel mirador que parecía extenderse sin límite, recordó una y otra vez sus cuerpos entrelazados, sus besos, sus palabras y sus sonrisas unidas en eterna complicidad. Y de pronto algo en ella se rompió muy dentro, algo la azotó y agitó tan fuerte que quiso saltar desde allí mismo y no alcanzar nunca el suelo. 
De vuelta a casa contó todos y cada uno de los escalones que la llevarían a casa, y en cada uno de ellos se dio cuenta de que a cada paso la echaba más en falta. Así, con la sonrisa agridulce del que espera el regreso de alguien, se dejó arrastrar por las calles congeladas. 
Su casa estaba vacía y únicamente se respiraba un silencio sepulcral. Poco a poco, a medida que el techo y las paredes se encogían sobre ella, hizo del silencio su sonido predilecto. Al menos hasta que ella regresara.

"Sácame de aquí, no me dejes solo... O todo el mundo está loco o Dios es sordo..."
Enrique Bunbury-Sácame de aquí.